Pedro Nicolás Factor nació en Valencia en el año 1520 y, como el Beato Gaspar de Bono, es un gran desconocido incluso en Valencia. El hecho es que recibió de sus padres una intensa educación cristiana que le llevó a los diecisiete años a ingresar en la observancia franciscana, siendo ordenado de sacerdote en el año 1544. Curiosamente, desde bien temprano su vida se asemejaba a la de San Francisco de Asís, aunque sea exagerada esa comparación por sus distintas personalidades. Ejemplo de esto son hechos como que, yendo de niño a la escuela, vio en la puerta de la parroquia de San Martín un pobre leproso. Movido por una fuerza interior se arrodilló y le besó pies y manos con mucha humildad. Repitió una escena parecida con una enferma en las puertas del hospital de San Lázaro y, con parecidas muestras de caridad, servía a los enfermos pobres y ayunaba cada semana.
Fue guardián de los conventos de Santo Espíritu, Chelva, Val de Jesús, Sagunto, de los Recoletos de Bocairent y también maestro de novicios. Su ordinaria comida era pan y agua, con pocas excepciones; le bastaba una sola túnica y caminaba siempre descalzo. Dormía muy poco y lo hacía siempre sobre una dura tabla a la que añadía como cabecera un leño o una piedra. Ejerció una gran labor caritativa con los enfermos de peste que llenaban las calles sin rumbo y organizaba fecundas rogativas para implorar por el agua para paliar las sequías de su tiempo. Tan vehementes eran sus prédicas que en Segorbe ofreció a unos mahometanos arrojarse entre las llamas, dejando a su voracidad la decisión sobre la verdad o falsedad de lo que él predicaba. Ignoramos lo que le eximió de hacerlo pero la escena debió ser curiosa.
A pesar de eso, los pobres y los enfermos seguían siendo sus predilectos. Se dice que en la olla de caridad dejaban los devotos su limosna y fray Nicolás la recogía y distribuía por sí mismo. Además se desprendió de su capa y de su túnica como un San Martín de su tiempo. Su comportamiento con los enfermos del hospital era como el de una madre con sus hijos y promovió con su ejemplo esta clase de caridad entre la misma nobleza. No obstante, este hombre extraño que parecía encontrar acomodo en la penitencia y en la humillación poseía un gran sentido del arte y de la belleza. En concreto, tenía grandes habilidades para la creación artística, gozaba de la música y componía versos y manejaba con destreza los pinceles en la pintura.
En la Valencia de su tiempo, el siglo XVI, convivió con grandes religiosos como los franciscanos Beato Andrés Hibernón y San Pascual Bailón, el mínimo Beato Gaspar Bono, el dominico San Luis Bertrán y el patriarca y arzobispo San Juan de Ribera. Los que de estos le sobrevivieron fueron testigos excepcionales en su proceso de canonización. Pero sin duda su amigo entrañable e íntimo fue el dominico San Luis Bertrán y no era raro verles admirar cada uno la santidad del otro sin reconocer la propia. En gran parte es conocido por éxtasis frecuentes a los que le llevaban cosas tales como la contemplación de la naturaleza, una conversación espiritual o las grandes solemnidades litúrgicas, que por sí solas eran motivo para sus arrebatos místicos. También tenía el don de la profecía y su devoción a la Santísima Virgen tal que en sus lienzos la reprodujo multitud de veces con su devota inspiración. En el año 1583 dio su último aliento y había rogado que le enterrasen en un vertedero, «porque no debía ser colocado entre sus hermanos un hombre tan ingrato a su Dios y Señor». Su cuerpo incorrupto se enterró en la capilla sepulcral que en el Convento de Santa María de Jesús tuvo.