Tomás de Villanueva (1486-1555) fue un prestigioso predicador que nació en la localidad de Fuenllana y se educó y creció, Villanueva de los Infantes, donde fue a refugiarse con su familia con motivo de la peste que asolaba el lugar donde vivían. Ya en su infancia y, a pesar de que su familia tenía una posición acomodada, muchas veces andaba desnudo porque había dado sus ropas a los más necesitados. Realizó sus estudios con gran éxito en la universidad de Alcalá y en 1516 solicitó y consiguió ser admitido en la comunidad de los padres agustinos en Salamanca. En el año 1518 fue ordenado sacerdote y luego se dedicó a la docencia en la universidad. Destacaba sin duda por su excepcional inteligencia y por dar soluciones certeras a los problemas complejos que se le planteaban. En cambio, se dice que su memoria no era tan buena y que debía esforzarse en exceso para no distraerse en cosas menores.
En su atención a los enfermos era en lo que ponía una especial atención pues en ellos decía que uno se encuentra con Dios y puede hablar con él. Con cada vez más frecuencia entraba en éxtasis cuando celebraba la Misa y entonces su rostro se iluminaba, lo que llamaba la atención de quienes le veían. Ejemplo de esto es que se dice que un cierto día mientras predicaba en Burgos, tomó en sus manos un crucifijo y levantándolo gritó "¡Pecadores, mírenlo!", y se quedó en éxtasis durante un cuarto de hora mirando hacia el cielo, tras lo que se disculpó con los que le miraban sorprendidos.
Como su fama fue creciendo notablemente el emperador Carlos V, que admiraba profundamente sus sermones y le nombró su consejero y confesor, le ofreció reiteradamente el cargo de arzobispo de Granada pero él nunca lo había aceptado. Tras esto le ofreció el de Arzobispo de Valencia y Tomás se volvió a negar totalmente a obedecer al emperador en esto. El hijo del gobernante, que sería el futuro Felipe II, le rogó que aceptara pero tampoco quiso aceptar. Sólo cuando su superior de comunidad se lo ordenó bajo voto de obediencia, a pesar de pertenecer a la orden de ermitaños de San Agustín, entonces aceptó el cargo.
Prueba de su humildad es que cuando llegó a Valencia, de medianoche y en medio de una tormenta, pidió hospedaje de caridad en el convento de los Padres Agustinos y que sólo quería una estera para echarse en el suelo. Al descubrir los frailes quién era se arrodillaron ante él. Además, rechazó un regalo de 4.000 monedas de plata de los sacerdotes de la ciudad y lo entregó al hospital que necesitaba ser reedificado. Pronto empezó a recibir críticas de los amantes de las sedas y los oropeles ya que vestía una sotana vieja y casi andrajosa.
Fundó el llamado Colegio de la Presentación, en el que diez estudiantes pobres podían prepararse al sacerdocio en un ambiente de estudio, recogimiento y piedad. Además, criticaba duramente en algunos de sus sermones la crueldad en las corridas de toros. A pesar de que la oración y la meditación ocupaban gran parte de su tiempo había dado órdenes a su secretario de que cualquier pobre, y eran muchos, que se acercara a su Palacio debía recibir algo. Especial cuidado tuvo de los huérfanos y no hubo muchacha pobre de la ciudad que en el día de su matrimonio no recibiera un buen regalo del arzobispo. Además era especialmente insistente con las gentes de riquezas en que no debían gastar en cosas superfluas para así practicar la caridad e, incluso, les conminaba a repartir ayudas a los que no se atrevían a pedir. Esas ideas le mueven a denunciar injusticias, a fustigar el lujo de los ricos y, sobre todo, a ser cauto en la administración y parsimonioso en los gastos. Finalmente, un Septiembre del año 1555 sufrió una angina de pecho y se dispuso a repartir entre los pobres todo el dinero que había en su casa. Y murió con 66 años este noble ejemplo de caridad y bondad. Su cuerpo, enterrado en la iglesia agustiniana del Socorro, fue trasladado a la catedral de Valencia en el año 1658.