Quedaba fresca en la memoria del pueblo de Valencia el arzobispado del limosnero Santo Tomás de Villanueva que tan profunda huella dejó por su caridad y amor de su gente y que no hacía aún quince años que había fallecido. Juan de Ribera, aunque llegaba a esta sede a los treinta y seis años, infundió el respeto de quien transmite sabiduría y poder. Y tenía ante sí el reto de imponer la doctrina reformatoria del Concilio de Trento que acababa de ser aceptado en España y el apaciguamiento y evangelización de los moriscos, cuestión que no había sido resuelta y que causaba grandes tensiones sociales. En estas tierras convivían por tanto cristianos viejos con conversos oprimidos que eran los moros bautizados muchas veces por la fuerza y realizó frecuentes visitas pastorales a todos los rincones de su amplia diócesis organizando siete sínodos. Como su evangelización no tuvo el éxito deseado, finalmente se resolvió el problema mediante el decreto del rey Felipe III que los expulsaba del suelo español en el año 1609 y no falta quien sostiene que el santo tuvo un decisivo protagonismo en esta decisión. Hay quien prefiere ver a nuestro personaje como un verdadero humanista y mecenas y no como el típico Arzobispo contrareformista que en muchos casos se le ha señalado. No era extraño tampoco verle sentado en una silla en la plaza de Burjassot, pueblo cercano a la capital, y enseñar doctrina cristiana a los niños por lo que hoy existe en el mismo lugar un busto que lo recuerda. Pero se dice que su experiencia pastoral había convencido al santo de la conveniencia de empuñar juntamente el báculo y la espada y Felipe III le nombró Virrey y Capitán general, un compendio de santo y político donde los haya, Canciller de la Universidad y Justicia Mayor, que reprimió con contundencia el bandidaje y la corrupción.
Juan de Ribera será también perseverante en la reforma de las órdenes religiosas y será devotísimo amigo grandes santos de su época como San Ignacio de Loyola, San Juan de Dios, San Pedro de Alcántara, San Juan de Avila, San Francisco de Borja, Santa Teresa de Jesús, San Luis Bertrán y los Beatos Gaspar de Bono, Nicolás Factor y Andrés Hibernón. Incluso San Carlos Borromeo, que no le había visto nunca, pedía consejo a Ribera para el buen gobierno de su diócesis de Milán. Uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad, el Colegio y Seminario de Corpus Christi, fue fundado por él para dar clases de Teología y atender a la formación del clero y en él se halla una capilla donde se honra al Santísimo Sacramento, del que fue muy devoto, con un ceremonial y una liturgia majestuosa que se celebra aún en nuestros días. Falleció finalmente en su Colegio el 6 de Enero de 1611.