En un siglo XVI en que no faltaban en Valencia vicios sociales de todo tipo y conversiones simuladas de moriscos también florecieron también santidades que pasaron a la posteridad. Uno de ellos fue San Luis Bertrán, que nació en el año 1526 en el seno de una familia cuyo padre era un prestigioso Notario y gran cristiano. Desde muy niño practicaba por las noches la oración y la penitencia durmiendo en el suelo y comulgando diariamente. De todos modos, en su juventud también tuvo sus dudas como cuando quiso ingresar en la Orden de los mínimos, siendo disuadido de ello por el padre Ambrosio de Jesús, o cuando decidió optar por una vida mendicante y escribió a sus padres justificando su decisión y basándola en numerosas citas de las Sagradas Escrituras. Su aventura terminó cuando fue alcanzado por un criado de su padre no muy lejos de Valencia.
En el año 1544 encontró su camino a pesar de lo precario de su salud ingresando en el Convento de Predicadores de la Orden de los Dominicos pues esta orden permitía ser monje y realizar labores de apostolado y prédica. Su vida fue de gran austeridad y se dice que siempre andaba con los ojos bajos y la cabeza agachada fuera y dentro del Convento, abstinente en el comer y amigo de cilicios y otras disciplinas, siendo su fisonomía como las que representaba el Greco con cara larga y delgada y ojos profundos. En 1547 fray Luis fue ordenado sacerdote. Y poco después, a la edad de veintitrés años, caso muy poco frecuente a esa temprana edad, recibió el nombramiento de maestro de novicios del convento de Valencia que repetiría siete veces a lo largo de su vida. Como maestro espiritual de novicios era muy exigente en asuntos de humildad y de obediencia y con gran facilidad quitaba el hábito y devolvía sus ropas de seglar a los que juzgaba que no llevaban una vida acorde, pero eso no impidió que fuera muy amado por sus novicios.
Aunque pasó enfermo casi todo el tiempo de su vida religiosa se entregó siempre a la penitencia y uno de sus dones más señalados fue la clarividencia pues con frecuencia, en confesión o en dirección espiritual, fray Luis daba respuestas a preguntas no formuladas o descubría vocaciones todavía ignoradas. Esta cualidad llegó a ser tan notoria que durante toda su vida recibió siempre consultas de religiosos y seglares, nobles o personas del pueblo sencillo pues su fama de oráculo del Señor llegaba prácticamente a toda España. Por ello en el año 1560 recibió una carta de Santa Teresa de Jesús, en la cual la santa le consultaba en relación a su reforma del Carmelo si su empresa era realmente obra de Dios. En su respuesta le predijo que no pasarían más de cincuenta años para que su orden fuera una de las más ilustres en la Iglesia de Dios.
En el año 1562 llegaron de América al convento dos padres que necesitaban vocaciones para la obra misionera que allí estaban creando y, aunque se le intentó disuadir por su frágil salud, obtuvo el permiso necesario para ir. Una vez en la región del Bajo Magdalena, en Cartagena de Indias, quiso ir a la selva para evangelizar a los indígenas nativos con los que se hacía entender en su propia lengua. Fiel a su estilo, llegaba el santo fraile misionero hasta las chozas más escondidas y no había camino, por escarpado o peligroso que fuera, que le hiciera recular. Además, se jugaba el tipo cuando derribaba los ídolos a patadas o mandaba quemar las chozas que les servían de altares. También era suicida su conducta por ejemplo cuando reprobó públicamente a un indio muy importante en su tribu que vivía amancebado con una mujer casada. Pero en este entorno también se encontró con la opresión y los abusos de los conquistadores o encomenderos, presuntos cristianos, a los que combatió y al que intentaron asesinar repetidamente. De hecho, los milagros que más pueden observar en las pinturas que le representan es cuando los encomenderos lo intentaron envenenar con un potentísima poción, pero que después de vomitar una serpiente, recobró la salud; y cuando un encomendero quiso matarle pero, al dispararle, su arcabuz se convirtió en un crucifijo. Por ello recibió la advertencia del Obispo de Chiapas en México, Fray Bartolomé de las Casas, también dominico, que le prevenía así “Lo que más quiero advertiros, y para eso principalmente os escribo, es que miréis bien cómo confesáis y absolvéis a los conquistadores y encomenderos, cuando no se contentan con los privilegios del rey y tratan tiránicamente a los naturales contra la expresa intención de su majestad”. En estas circunstancias y, cuando estuvo convencido de que ya había dado todo de su labor misionera con los indios, pidió al padre General licencia para regresar a España, y así la obtuvo.
Una vez aquí, fue nombrado Predicador General de su Orden y recorrió los pueblos de la actual Comunidad Valenciana, normalmente a pie, aunque la llaga crónica que le había dejado cojo a veces le hacía ayudarse por alguna cabalgadura. Sus prédicas eran sencillas pero vibrantes y refería numerosas anécdotas de las vividas en América. Fray Luis pensó ya, llegado a la última etapa de su vida, en retirarse a la paz contemplativa de la Cartuja de Porta-Coeli. En ese mismo año, a requerimiento del virrey, que había sido consultado al efecto por Felipe II, hizo un informe sobre la posible expulsión de los moriscos pues San Luis reconocía que, en parte, habían sido forzados al bautismo, cosa que criticaba duramente. Y de los moriscos decía que «casi todos son herejes y aun apóstatas, que es peor,... y guardan las ceremonias de Mahoma en cuanto pueden». Como solución proponía que no se administrara el bautismo a los niños hijos de moriscos si iban a vivir en casa de sus padres, porque había evidencia moral de que iban a ser apóstatas como ellos, y más valía que fueran moros que herejes o apóstatas. Este dictamen fue refrendado por su buen amigo San Juan de Ribera, arzobispo de Valencia, en cartas al rey.
El uno de enero de 1581 cumplió fray Luis sus cincuenta y cinco años, y predijo la fecha de su muerte, el 9 de octubre, fiesta de San Dionisio y compañeros mártires. Esto llegó a plasmarlo en un papel su prior de la Cartuja de Porta-Coeli escribiendo: “Anno 1581, in festo Sancti Dionisii, moritur fr. Ludovicus Bertrandus”. Selló luego el papel, y lo guardó en la caja fuerte del monasterio con la siguiente leyenda: “Secreto que ha de ser abierto en la fiesta de Todos los Santos del año 1581”. San Juan de Ribera, veneró tanto a nuestro santo que llegó a llevarse al enfermo a su casa arzobispal de Godella. Allí el arzobispo le arreglaba la cama, le sanaba las llagas que tenía en las piernas y le cortaba el pan y la comida. Y ese día murió, justamente, el 9 de octubre de 1581, fiesta de San Dionisio y compañeros mártires. Paulo V lo beatificó en 1608, y Clemente X lo incluyó en 1671 entre los santos de Cristo y de su Iglesia.
Aunque pasó enfermo casi todo el tiempo de su vida religiosa se entregó siempre a la penitencia y uno de sus dones más señalados fue la clarividencia pues con frecuencia, en confesión o en dirección espiritual, fray Luis daba respuestas a preguntas no formuladas o descubría vocaciones todavía ignoradas. Esta cualidad llegó a ser tan notoria que durante toda su vida recibió siempre consultas de religiosos y seglares, nobles o personas del pueblo sencillo pues su fama de oráculo del Señor llegaba prácticamente a toda España. Por ello en el año 1560 recibió una carta de Santa Teresa de Jesús, en la cual la santa le consultaba en relación a su reforma del Carmelo si su empresa era realmente obra de Dios. En su respuesta le predijo que no pasarían más de cincuenta años para que su orden fuera una de las más ilustres en la Iglesia de Dios.
En el año 1562 llegaron de América al convento dos padres que necesitaban vocaciones para la obra misionera que allí estaban creando y, aunque se le intentó disuadir por su frágil salud, obtuvo el permiso necesario para ir. Una vez en la región del Bajo Magdalena, en Cartagena de Indias, quiso ir a la selva para evangelizar a los indígenas nativos con los que se hacía entender en su propia lengua. Fiel a su estilo, llegaba el santo fraile misionero hasta las chozas más escondidas y no había camino, por escarpado o peligroso que fuera, que le hiciera recular. Además, se jugaba el tipo cuando derribaba los ídolos a patadas o mandaba quemar las chozas que les servían de altares. También era suicida su conducta por ejemplo cuando reprobó públicamente a un indio muy importante en su tribu que vivía amancebado con una mujer casada. Pero en este entorno también se encontró con la opresión y los abusos de los conquistadores o encomenderos, presuntos cristianos, a los que combatió y al que intentaron asesinar repetidamente. De hecho, los milagros que más pueden observar en las pinturas que le representan es cuando los encomenderos lo intentaron envenenar con un potentísima poción, pero que después de vomitar una serpiente, recobró la salud; y cuando un encomendero quiso matarle pero, al dispararle, su arcabuz se convirtió en un crucifijo. Por ello recibió la advertencia del Obispo de Chiapas en México, Fray Bartolomé de las Casas, también dominico, que le prevenía así “Lo que más quiero advertiros, y para eso principalmente os escribo, es que miréis bien cómo confesáis y absolvéis a los conquistadores y encomenderos, cuando no se contentan con los privilegios del rey y tratan tiránicamente a los naturales contra la expresa intención de su majestad”. En estas circunstancias y, cuando estuvo convencido de que ya había dado todo de su labor misionera con los indios, pidió al padre General licencia para regresar a España, y así la obtuvo.
Una vez aquí, fue nombrado Predicador General de su Orden y recorrió los pueblos de la actual Comunidad Valenciana, normalmente a pie, aunque la llaga crónica que le había dejado cojo a veces le hacía ayudarse por alguna cabalgadura. Sus prédicas eran sencillas pero vibrantes y refería numerosas anécdotas de las vividas en América. Fray Luis pensó ya, llegado a la última etapa de su vida, en retirarse a la paz contemplativa de la Cartuja de Porta-Coeli. En ese mismo año, a requerimiento del virrey, que había sido consultado al efecto por Felipe II, hizo un informe sobre la posible expulsión de los moriscos pues San Luis reconocía que, en parte, habían sido forzados al bautismo, cosa que criticaba duramente. Y de los moriscos decía que «casi todos son herejes y aun apóstatas, que es peor,... y guardan las ceremonias de Mahoma en cuanto pueden». Como solución proponía que no se administrara el bautismo a los niños hijos de moriscos si iban a vivir en casa de sus padres, porque había evidencia moral de que iban a ser apóstatas como ellos, y más valía que fueran moros que herejes o apóstatas. Este dictamen fue refrendado por su buen amigo San Juan de Ribera, arzobispo de Valencia, en cartas al rey.
El uno de enero de 1581 cumplió fray Luis sus cincuenta y cinco años, y predijo la fecha de su muerte, el 9 de octubre, fiesta de San Dionisio y compañeros mártires. Esto llegó a plasmarlo en un papel su prior de la Cartuja de Porta-Coeli escribiendo: “Anno 1581, in festo Sancti Dionisii, moritur fr. Ludovicus Bertrandus”. Selló luego el papel, y lo guardó en la caja fuerte del monasterio con la siguiente leyenda: “Secreto que ha de ser abierto en la fiesta de Todos los Santos del año 1581”. San Juan de Ribera, veneró tanto a nuestro santo que llegó a llevarse al enfermo a su casa arzobispal de Godella. Allí el arzobispo le arreglaba la cama, le sanaba las llagas que tenía en las piernas y le cortaba el pan y la comida. Y ese día murió, justamente, el 9 de octubre de 1581, fiesta de San Dionisio y compañeros mártires. Paulo V lo beatificó en 1608, y Clemente X lo incluyó en 1671 entre los santos de Cristo y de su Iglesia.