En el año
1170 el venerable Lamberto de Begues, piadoso presbítero de Lieja,
fundó la congregación de DONCELLAS SEGLARES la cual fue conocida bajo el
sobrenombre de su fundador y llamada de las "Beguinas",
extendiéndose por Flandes, Alemania y Francia. Ramón Guillén Catalá, vecino de Valencia,
legó una casa situada en la calle de San Vicente, frente a lo que era el
Convento de San Agustín, para hospital de los ermitaños que por allí se
albergaban en diferentes ermitas. En esta casa se guarecían cuando enfermaban y
allí disponían de una pequeña renta para el caso y para los enfermeros que los
cuidaban, cuyos ermitaños se llamaban HOMBRES DE PENITENCIA o Beguines. En
Septiembre del año 1410, San Vicente Ferrer utilizó la existencia de la casa de
los Beguines para un fin
superior, haciéndoles abrazar la regla de la Tercera Orden de Santo
Domingo. Por aquel entonces, como las calles estaban llenas de moriscos,
huérfanos errantes, abandonados según costumbre general a la caridad de los
cristianos, el santo aconsejó a los Beguines que se ocuparan de estos
niños y el santo permaneció predicando un breve espacio de tiempo en Valencia y en
esos días es cuando tuvo lugar la Fundación del Colegio de los Niños Huérfanos
en el conocido como Hospital de Santa María. El “Pare Vicent” incluía en sus
predicaciones frecuentemente lo que todos contemplaban en las calles de su
ciudad natal: mucha niñez huérfana y abandonada. Así, movido por su celo
caritativo y apostólico, fundó el Colegio y es así como se pudo fundar el
primer establecimiento conocido para la atención específica a los niños
errantes.
A los Beguines,
que desaparecieron por efectos de las guerras, les sucedió una cofradía llamada
DE LOS HUÉRFANOS DE SAN VICENTE FERRER. En el año 1626, en tiempos del
patriarca Juan de Ribera, su acogimiento se hizo extensivo a todos los
huérfanos indistintamente, moriscos o no, y se trasladó desde la Calle de
San Vicente a la casa que ocuparon durante muchos años en la entonces
denominada calle Sagasta, colegio que fundó el emperador Carlos V
para albergar y educar a los hijos de los moriscos convertidos, por lo que aún
hoy conserva el nombre de Colegio Imperial. Es así como los niños ocuparon la Casa del Emperador. Los reyes Carlos
I y Felipe II habían promovido la cristianización de los moriscos en su casa de
Valencia de forma insistente. Como el intento no fue fructífero, Felipe III lo
reintentaría en su tiempo. Pero en el año 1609 tuvo lugar la expulsión de los
moriscos y, por ello, la Casa del Emperador quedó sin moradores y ello movió a
que se pidiera dicha casa para los niños de San Vicente. Felipe IV, considerando
el deseo de su padre de que los niños huérfanos ocupasen y pasasen a vivir
perpetuamente en la Casa Imperial accedió a la petición. Se requería, además,
la aprobación papal y la Bula del papa Urbano VIII se obtuvo en 1624. En
el año 1968 el edificio, junto con su capilla, se desmoronó y fue trasladado años
después a San Antonio de Benagéber. Hoy nos queda en la C/Pérez Báyer
una estatua callejera del santo en recuerdo de
aquel edificio.