
Fue guardián de los conventos de Santo Espíritu, Chelva, Val de Jesús, Sagunto, de los Recoletos de Bocairent y también maestro de novicios. Su ordinaria comida era pan y agua, con pocas excepciones; le bastaba una sola túnica y caminaba siempre descalzo. Dormía muy poco y lo hacía siempre sobre una dura tabla a la que añadía como cabecera un leño o una piedra. Ejerció una gran labor caritativa con los enfermos de peste que llenaban las calles sin rumbo y organizaba fecundas rogativas para implorar por el agua para paliar las sequías de su tiempo. Tan vehementes eran sus prédicas que en Segorbe ofreció a unos mahometanos arrojarse entre las llamas, dejando a su voracidad la decisión sobre la verdad o falsedad de lo que él predicaba. Ignoramos lo que le eximió de hacerlo pero la escena debió ser curiosa.
A pesar de eso, los pobres y los enfermos seguían siendo sus predilectos. Se dice que en la olla de caridad dejaban los devotos su limosna y fray Nicolás la recogía y distribuía por sí mismo. Además se desprendió de su capa y de su túnica como un San Martín de su tiempo. Su comportamiento con los enfermos del hospital era como el de una madre con sus hijos y promovió con su ejemplo esta clase de caridad entre la misma nobleza. No obstante, este hombre extraño que parecía encontrar acomodo en la penitencia y en la humillación poseía un gran sentido del arte y de la belleza. En concreto, tenía grandes habilidades para la creación artística, gozaba de la música y componía versos y manejaba con destreza los pinceles en la pintura.
En la Valencia de su tiempo, el siglo XVI, convivió con grandes religiosos como los franciscanos Beato Andrés Hibernón y San Pascual Bailón, el mínimo Beato Gaspar Bono, el dominico San Luis Bertrán y el patriarca y arzobispo San Juan de Ribera. Los que de estos le sobrevivieron fueron testigos excepcionales en su proceso de canonización. Pero sin duda su amigo entrañable e íntimo fue el dominico San Luis Bertrán y no era raro verles admirar cada uno la santidad del otro sin reconocer la propia. En gran parte es conocido por éxtasis frecuentes a los que le llevaban cosas tales como la contemplación de la naturaleza, una conversación espiritual o las grandes solemnidades litúrgicas, que por sí solas eran motivo para sus arrebatos místicos. También tenía el don de la profecía y su devoción a la Santísima Virgen tal que en sus lienzos la reprodujo multitud de veces con su devota inspiración. En el año 1583 dio su último aliento y había rogado que le enterrasen en un vertedero, «porque no debía ser colocado entre sus hermanos un hombre tan ingrato a su Dios y Señor». Su cuerpo incorrupto se enterró en la capilla sepulcral que en el Convento de Santa María de Jesús tuvo.